Los franceses sienten pasión por el aburrimiento. Por eso hacen tantas películas, novelas, tratados y poemas sobre ello, incluso parodias (véase Amelie, escritor en el café Los dos Molinos). Parece que no puede haber nada más pesado pero tiene algo de glorioso el haber sostenido por tanto tiempo algo que aparenta ser una contradicción en los términos: pasión y aburrimiento.
Entre esas parajódicas figuras está la del poeta cobarde. Aquel que se queja de que nadie lo lee pero al mismo tiempo no desea por ningún motivo que alguien lo lea y, por si acaso, elige un estilo lo suficientemente críptico para que no vaya a atraer la atención. Su orgullo es no desear la gloria, aunque no desee nada con más fervor. Les inspira la admiración que produce el Finnegans Wake de Joyce (admiración que, saben bien, viene del hecho de que nadie es capaz de entenderlo).
Los que pertenecen a esta categoría piensan que dentro de ellos habita la negra sombra de la venganza y que algún día la bestia se liberará para masacrarlo todo, pero los años pasarán sin que la bestia aprenda a hacer otra cosa que ser humillada por la realidad. Añoran la inocencia, el candor puro y directo de los mortales, pero son totalmente alérgicos a la espontaneidad, dentro de ellos se cocina siempre una estrategia que será truncada.
No hace falta temerles, sus fantasías violentas son la garantía de que nunca se harán realidad porque, después de todo, si tuvieran el carácter vital y agresivo que requiere la acción, ninguna de las características mencionadas anteriormente sería válida.
Lo más terrible de todo es que ni siquiera son capaces de regodearse en su propia podredumbre, pues son demasiado perezosos para escribir tales cosas, se conforman con identificarse con el hombre del subsuelo. Vaya, ni siquiera son "emos".
A esta extraña y melancólica especie pertenecen más personas de lo que uno se percata a simple vista.
Su problema no es contagioso, pero sí es hereditario.
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