martes, 22 de septiembre de 2009

El peso pasado de las palabras.

Antes me pesaban las palabras, decir algo sólo por decirlo era impensable, decir una grosería era querer decirla con toda su violencia y las palabras de afecto eran medidas y arrojadas cuidadosamente y con buen tino.

Y un día llegaron la retórica y la ironía, con toda su banda de tropos y todos sus viciosos excesos.

Carnaval del lenguaje.

Lo que Tolstoi pensaba de sí mismo.

¿Quién soy yo? Uno de los cuatro hijos de un teniente coronel retirado, que se quedó huérfano a los siete años, educado por mujeres y personas extrañas y que, sin haber recibido ninguna formación mundana ni intelectual, entró en el mundo a los diecisiete años. No poseo grandes riquezas ni una situación particularmente brillante en sociedad, y sobre todo carezco de principios. No tengo amigos influyentes, no sé lo que es vivir bien, pero tengo un amor propio desmesurado.

Soy feo, tosco, sucio y mal educado, en el sentido mundano de la palabra. Soy irascible, fastidioso, intolerante y tímido como un niño. Soy rústico. Lo que sé lo he aprendido por mí mismo, mal y a retazos, sin orden; y es bien poco. Soy intemperante, indeciso, inconstante, estúpidamente vanidoso y expansivo como todos los débiles. No soy valiente. Mi pereza es tal que el ocio se ha convertido para mí en una exigencia. Soy honesto, en el sentido de que amo el bien, y me siento descontento cuando me alejo de él y siempre retorno a él con placer. Y, sin embargo, hay uan cosa que amo aún más que el bien: la gloria. Soy tan ambicioso que si tuviera que elegir entre la gloria y la virtud temo que escogería la primera. No soy modesto, verdaderamente. Y es ésta la razón por la que parezco tímido a los demás, aunque interiormente soy orgulloso.

Soy el enfermo número uno de ese hospital de locos que es mi casa de Jasnaia Poliana. Temperamento sanguíneo. Categoría de los locos tranquilos. Mi locura consiste en creer que puedo cambiar la vida de los demás sólo con palabras. Síntomas generales: estoy descontento del actual régimen; desapruebo el mundo entero, exceptuándome a mí mismo; soy voluble e irritable, sin hacer caso nunca de quien me escucha. A menudo, después de la excitación y el furor, caigo en un estado de hipersensibilidad lacrimosa, poco natural. Síntomas particulares: hago trabajos manuales, limpio y fabrico zapatos, corto la hierba, y cosas así.

Contemplando mi vida, examinándola desde el pundo de vista del bien y del mal que he hecho, me doy cuenta de que toda mi larga existencia se puede dividir en cuatro períodos: una primera etapa poética, maravillosa, inocente, radiante, de la infancia hasta los catorce años. Luego, aquellos veinte años horribles, de grosera depravación, al servicio del orgullo, de la vanidad y sobre todo del vicio. El tercer periodo, de dieciocho años de duración, va desde mi matrimonio hasta mi renacimiento espiritual: el mundo podría también calificarlo como moral, porque en esos dieciocho años he llevado una vida familiar honesta y ordenada, sin caer en ninguno de los vicios que condena la opinión pública. Todos mis intereses, sin embargo, estaban limitados por preocupaciones egoístas por mi familia, el bienestar, el éxito literario y toda calse de satisfacciones personales. Por fin, el cuarto período es el que estoy viviendo actualmente, después de mi refeneración moral; de éste no querría cambiar nada, salvo los malos hábitos que contraje en los periodos presendentes.

León Tolstoi.

The anatomy of melancholy.

Los franceses sienten pasión por el aburrimiento. Por eso hacen tantas películas, novelas, tratados y poemas sobre ello, incluso parodias (véase Amelie, escritor en el café Los dos Molinos). Parece que no puede haber nada más pesado pero tiene algo de glorioso el haber sostenido por tanto tiempo algo que aparenta ser una contradicción en los términos: pasión y aburrimiento.

Entre esas parajódicas figuras está la del poeta cobarde. Aquel que se queja de que nadie lo lee pero al mismo tiempo no desea por ningún motivo que alguien lo lea y, por si acaso, elige un estilo lo suficientemente críptico para que no vaya a atraer la atención. Su orgullo es no desear la gloria, aunque no desee nada con más fervor. Les inspira la admiración que produce el Finnegans Wake de Joyce (admiración que, saben bien, viene del hecho de que nadie es capaz de entenderlo).

Los que pertenecen a esta categoría piensan que dentro de ellos habita la negra sombra de la venganza y que algún día la bestia se liberará para masacrarlo todo, pero los años pasarán sin que la bestia aprenda a hacer otra cosa que ser humillada por la realidad. Añoran la inocencia, el candor puro y directo de los mortales, pero son totalmente alérgicos a la espontaneidad, dentro de ellos se cocina siempre una estrategia que será truncada.

No hace falta temerles, sus fantasías violentas son la garantía de que nunca se harán realidad porque, después de todo, si tuvieran el carácter vital y agresivo que requiere la acción, ninguna de las características mencionadas anteriormente sería válida.

Lo más terrible de todo es que ni siquiera son capaces de regodearse en su propia podredumbre, pues son demasiado perezosos para escribir tales cosas, se conforman con identificarse con el hombre del subsuelo. Vaya, ni siquiera son "emos".

A esta extraña y melancólica especie pertenecen más personas de lo que uno se percata a simple vista.

Su problema no es contagioso, pero sí es hereditario.